La espada hueca

Continuación de No todos vuelven del hielo.
Ya estaba oscureciendo cuando llegaron al camino de tierra cubierto de nieve y salpicado de pisadas que conducía a Ethrang. Las miradas de los milicianos se clavaron en ellos a medida que se acercaban a la empalizada de madera gastada por las inclemencias del tiempo. Déora se arrebujó aún más si cabía bajo su capucha.
Frente a los portones, que se mantenían abiertos desde el amanecer hasta el ocaso, había dos chicos jóvenes embutidos en una maltrecha armadura de cuero endurecido que les venía grande y pieles gastadas. No debían ser mucho mayores que Rowan.
—Alto, ¿quién va? —trató de decir uno con autoridad, fallando estrepitosamente.
—Somos nosotros, Gen; ¿cómo está tu madre? —Owen era el más sociable de la comitiva; conocía a casi todo el mundo en Ethrang, y eso que tan solo llevaban allí unos meses.
—Ah, hola, Owen —su expresión se relajó al reconocerlos—. Está mejor, la vieja Nera dice que lo peor ya ha pasado y en unos pocos días estará totalmente recuperada.
—Me alegro, muchacho —le dio unas palmadas amistosas en la espalda mientras entraban al pueblo.
Gen se giró siguiéndolos con la mirada, cavilando, sintiendo que se le escapaba algo. La sorpresa destelló en sus ojos.
—¿No erais cuatro al salir? —no recibió respuesta, solo una mirada triste de los tres recién llegados—. Entiendo, lo siento. Es duro ahí fuera.
Se adentraron en las calles embarradas en las que la nieve empezaba a acumularse. El cielo gris plomizo le daba un aspecto triste y lúgubre a aquel lugar de casas sencillas de madera vigilado desde la alta colina al noreste por la fortaleza de piedra oscura de lord Eth, el señor de aquellas tierras.
Junto a la empalizada norte hallaron su destino, la mejor y única posada que había en Ethrang, con sus dos pisos y sus numerosas chimeneas echando humo constantemente.
Owen soltó la espada, envuelta en una tela, sobre la mesa de la habitación de Thelonius, el anciano mago de largo y oscuro cabello canoso, con su bigote cuidado y sus ropas de piel finas y elegantes. Su rostro se iluminó y empezó a jugar con los anillos repletos de gemas y piedras preciosas que portaba en sus dedos.
Recuperó la compostura y dirigió una mirada al joven Rowan, tratando de fingir pena.
—Siento mucho tu pérdida, hijo. Tu padre era un hombre bueno y justo, valiente y leal. El mundo es hoy un peor lugar por su pérdida. Me encargaré personalmente de que su nombre sea recordado en los libros de historia por su inestimable contribución al recuperar esta preciada reliquia de tiempos pasados.
Cállate, quiso decirle Rowan, cállate antes de que hunda esa dentadura perfecta de un puñetazo, pero se contuvo. Su padre estaba muerto y llevar a cabo semejante estupidez no iba a devolvérselo.
—Gracias.
El hombre espigado echó mano del bulto sobre su mesa repleta de tomos y pergaminos y retiró la tela para observar aquella espada.
—Es magnífica. Toda una obra maestra. Es… —Frunció el ceño y arrugó la frente, como contrariado. Se levantó de la silla y la tomó entre sus manos, no sin dificultades. Pareció concentrarse mucho en aquella arma, como intentando que le dijese algo.
—No puede ser. Esta no es la reliquia perdida que andaba buscando. Debe de tratarse de una imitación muy lograda —soltó la espada en la mesa y empezó a gesticular muy nervioso.
—Estaba dentro de un baúl sin cerradura que se deshizo en polvo, colgada del alto techo por gruesas cadenas —dijo Déora—. Estaba protegida por más de una docena de cadáveres que cobraron vida al cogerla. Demasiadas molestias para tratarse de una imitación.
Una palabra emergió de las turbulentas aguas que eran la mente de Rowan: vacía. Sí, él también lo había notado. Cuando cogió la espada, cuando la tocó por primera vez dentro de aquel extraño baúl, había notado la presencia de algo encerrado en ella. Sin embargo, cuando despertó de aquel sueño febril tras prender fuego a las criaturas que la protegían, no había notado nada en ella. Una espada magnífica, de impecable manufactura, pero una espada corriente. ¿Había liberado él por error lo que fuese que alguien había encerrado en aquella reliquia?
El mago parecía absorto en sus propias cavilaciones. Luego le dedicó una mirada de desdén a Déora y fue hasta una cómoda, de donde sacó una bolsa tintineante repleta de monedas y la lanzó sobre la mesa.
—Tomad vuestra recompensa. Ahora, fuera de aquí; tengo mucho en lo que pensar.
Esperó a que se hubiesen ido para examinar a fondo la reliquia, si es que era aquella que realmente estaba buscando. Haciendo uso de una extraña lupa, miró la espada. El demonio atrapado en la lupa reveló cuanto necesitaba saber. Aún había trazas en ella, los ecos de un poder inconmensurable que se había librado de sus ataduras.
—¿Qué es esto? —susurró, observando una mancha oscura sobre uno de los filos. Era sangre. Soltó la lupa y miró con ira hacia la puerta.
—¿Qué demonios ha pasado ahí dentro? —preguntó Owen mientras bajaban de nuevo a la sala común de la posada.
—Aquí no —contestó Déora secamente.
No dijo nada más hasta que se encontraron a solas, a salvo, en la pequeña cabaña que habían alquilado cuando llegaron a Ethrang hacía algún tiempo. Estaba oscura y helada y, además, ahora había una cama de más. A Owen se le encogió el corazón al pensarlo nada más atravesar el umbral.
En cuanto estuvieron dentro, Déora agarró a Rowan por el cuello de sus ropajes y lo puso delicadamente contra la pared. Él tuvo que apartar los ojos de aquella gélida y severa mirada.
—¿Qué había en esa espada? —le preguntó. Cada palabra había salido de su boca como un dardo gélido y cubierto de veneno.
Owen se giró para mirarlos, sin entender absolutamente nada.
—No lo sé.
—Explícate.
—¡No pasa nada, nos han pagado la recompensa, si eso es lo que te importa! —espetó él.
—No podría importarme menos la recompensa —no levantó la voz, no se movió ni un ápice—. Lo que me importa eres tú, idiota. ¿Qué había en esa espada y dónde está ahora?
Owen los separó a ambos. Rowan seguía sin poder levantar la mirada del suelo. Cuando lo hizo, Déora y Owen exclamaron y retrocedieron un par de pasos, asustados. Los iris del chico parecían las brasas de una hoguera.
Déora miraba atentamente el techo sin poder conciliar el sueño, en aquella cama dura como una losa de piedra, con las brasas del hogar como única iluminación. No habían cenado nada después de aquello. Owen había salido; estaría ahogando sus penas en alguna taberna, malgastando parte de la recompensa que acababan de cobrar. Ojalá fuese de otra manera, pensaba, ojalá pudiese decirle lo que necesita oír y ofrecerle un hombro sobre el que llorar. Pero no podía. Se había pasado la vida levantando murallas que la alejasen de todo el mundo y, aun así, la pérdida de Mikken le dolía y también le dolía imaginar la pena que sentían Owen y Rowan. Pero lo que más le dolía de todo era ser incapaz de aliviarla de modo alguno. De tanto en cuando le venía a la cabeza el recuerdo de aquellos ojos desconocidos en un rostro familiar y se estremecía. Si un kadjin se había instalado en el cuerpo de Rowan, debía hallar la forma de librarlo de aquel mal.
Los aevrar, elfos como los llamaban los humanos, sabían muy bien de los peligros de la magia. Qué magníficas ciudades habían construido, qué maravillas habían ingeniado. Qué ingenuos y ambiciosos habían sido, creyendo que podrían someter el poder que mora al otro lado del espejo y, con él, tener el mundo entero bajo sus pies. Déora se estremeció al recordar aquel fatídico día en el que los suyos cruzaron una línea que no debía ser cruzada, el día en el que el cielo se tornó oscuro como la noche, la silueta recortada entre llamas y truenos. Su cabeza no había sido capaz ni de comprender la forma de aquel ser extraño de otro mundo. Sacudió la cabeza, tratando de alejar aquellos pensamientos. Recordar esos tiempos no le hacía ningún bien.
Se levantó echando la manta a un lado y fue descalza hacia la cama de Rowan. Tampoco podía dormir; estaba tumbado de lado, mirando hacia las ascuas, que iluminaban su rostro colmado de tristeza. Quiso sentarse en el borde de la cama, posar su mano en el hombro del chico, decirle que todo saldría bien. En cambio, se quedó allí parada, observándolo.
—Os lo tendría que haber contado antes —dijo con voz queda—, lo siento.
Ella negó con la cabeza.
—Tenemos que sacarte eso de dentro, tenemos que irnos de aquí y buscar a alguien que sepa cómo devolverlo al otro lado —se abstuvo de añadir “sin que pierdas la vida”. El chico ya estaría lo suficientemente asustado.
Rowan se incorporó, pensativo.
—Recuerdo que cuando nos rodeaban aquellas criaturas, algo puso en mi cabeza una palabra: venganza. Y, de nuevo, cuando fuimos a entregarle la espada a Thelonius. Vacía.
—No debes escuchar sus lisonjas; intentará utilizarte, engañarte. Lo único que un kadjin puede querer de ti es utilizarte para sus propios fines.
—Ojalá alguien me hubiese enseñado a controlar esto; quizás no estaríamos en este embrollo.
Entonces ella se acercó y se agachó para dejar sus ojos a la altura de los del chico.
—Escúchame bien, Rowan. Nadie puede controlarlo. Nadie, ¿me oyes? Puedes llegar a tener cierta sensación de control, pensar que lo dominas, pero siempre estarás a un paso en falso, a un pequeño error de que se te vaya de las manos.
—¿Qué pasó, Déora? Cuando los elfos, tu pueblo, quedaron malditos. Nunca hablas de ello.
Se incorporó y se dio media vuelta para no mostrarle su expresión molesta.
—Fuimos lo suficientemente estúpidos como para pensar que podíamos dominarlo. Y nosotros mismos trajimos la desolación sobre nuestro pueblo. Nunca lograremos expiar lo que hicimos. Nunca lograremos olvidarlo. Tenemos el horror de nuestros pecados grabado a fuego.
—Y por eso quemáis a los que son como yo —dijo él, añadiendo lo que Déora no era capaz de decir.
—Sí.
Ella giró la cabeza velozmente hacia la izquierda. Había oído algo ahí fuera. Pisadas en la nieve. No eran las de Owen; las suyas eran más pesadas. Le hizo un gesto a Rowan para que guardase silencio.
El pomo de la puerta giró lentamente y se notó un leve empujón, pero la llave estaba echada. Hubo una pausa, tras la cual hubo varios sonidos metálicos. Alguien estaba hurgando en la cerradura, tratando de forzarla para colarse en la pequeña cabaña. Déora ya se había llegado, descalza, hasta un lado de la puerta y sujetaba un puñal hacia abajo aguardando a que los intrusos se colasen. Rowan se había deslizado con cuidado y se había metido debajo de la cama, mirando desde allí hacia la puerta. La cabaña tenía una sola estancia, con una chimenea al fondo, cuatro camas, dos en cada lateral, y un armario. No era gran cosa, pero era lo que habían podido pagar y, de todos modos, no pasaban mucho tiempo allí. Aunque, a la luz de la situación en la que se encontraban, Rowan hubiese deseado contar con alguna estancia más allí donde poder esconderse.
Los ruidos cesaron en la cerradura y el pomo volvió a girar. Esta vez la puerta se abrió, poco a poco, y dos figuras embozadas en oscuras capas con capucha se adentraron. La primera avanzó unos pasos; la segunda no llegó a entrar, porque Déora dio una patada a la puerta cerrándosela en las narices y asestó una puñalada al primer invasor, aunque este la esquivó echándose a un lado y cayendo al suelo. Ella no perdió un solo momento; se lanzó como lo haría un felino sobre su presa, puñal en mano, lista para acabar con su vida. El hombre la cogió por los antebrazos y forcejearon durante un instante. Ella logró hacerle un pequeño corte en el hombro, pero su adversario aún la tenía sujeta. Era un hombre pálido, de barba espesa y pelo revuelto, con la cara picada de viruelas y los dientes amarillentos. El otro abrió la puerta y se adentró con un reguero de sangre cayéndole de la nariz, espada en mano, y descargó un tajo sobre Déora, que estaba aún forcejeando en el suelo con su compañero. Oyó venir la estocada y se desembarazó de su adversario y rodó por el suelo hacia donde se encontraba Rowan, alzándose al final de su maniobra con el puñal en guardia y jadeando mientras pasaba su mirada de uno a otro.
—Baja ese cuchillo antes de que te hagas daño, ¿quieres? —dijo el de la cara picada.
El otro solo gruñía mientras se le inflaban las aletas de la nariz, salpicadas de sangre, por la ira.
—¿Quién os envía? ¿Qué queréis? —preguntó ella ignorando su advertencia.
Los ojos del primer hombre se fijaron en el bulto bajo la cama y Rowan tragó saliva. Descolgó de su cinto una pequeña ballesta y apuntó hacia allí.
—Sal de ahí debajo, mocoso.
El chico retrocedió y salió despacio de debajo de la cama, quedándose cerca de Déora.
El hombre de la ballesta soltó una risotada baja.
—Podemos hacer esto por las buenas. Si nos decís lo que queremos saber, nadie tiene por qué salir herido. ¿Verdad, Fudge?
—Claro, Vinz. Claro —masculló entre dientes. No parecía muy convencido. Aún miraba con furia a Déora, por lo de su nariz.
Los ojos de Déora se movían por la sala. Intentando encontrar una forma de huir, aunque sabía que era inútil. Ella sola tendría alguna oportunidad de salir de allí, pero no había forma de llevarse a Rowan también. Tendría que matarlos a los dos; tarea que se había complicado significativamente al tener uno de ellos una ballesta, pues el chico era un blanco fácil.
—Hablemos, entonces. No hay necesidad de que nadie salga herido, como bien dices —debía ganar tiempo. Dejó el puñal en el suelo con cuidado y lo pateó alejándolo unos pasos de ella. Lo suficiente para darles la sensación de tener el control, pero no para que pudiesen tomarlo. Si jugaba bien sus cartas, podría cogerlo al abalanzarse sobre ellos; si no, tenía otro guardado bajo el colchón. Podía desviarse y cogerlo.
—¿Dónde está ahora? —preguntó con una impostada sonrisa amable.
—¿Dónde está qué? —respondió Déora.
—No te hagas la tonta conmigo, elfa. Sabes muy bien de lo que hablo. Ambos lo sabéis. No deberíais habérsela jugado al mago.
Antes de que Déora replicase, Rowan habló apresuradamente:
—Owen —espetó—. Él es quien se lo ha llevado. Nos lo dijo al volver a la cabaña. Otro hechicero le ha prometido mucho más dinero si se lo entrega a él.
El hombre se rio.
—¿Crees que soy idiota? A ver si un virote en las tripas te refresca la memoria —amenazó ahora con gesto serio.
El crujido de una de las tablas del suelo delató la presencia de Owen, que acababa de llegar y estaba preguntándose por qué se habían dejado la puerta abierta. En su estado de embriaguez no se había percatado aún de los intrusos que había en el interior.
El de la ballesta se giró y, al ver su alta figura allí plantada en la puerta, disparó sin pensárselo dos veces. El virote perforó carne y músculo. Atravesó el hombro de Owen, que rugió de dolor, y se quedó allí clavada. Déora aprovechó el momento, se abalanzó hacia adelante rodando por el suelo, recogió el puñal y, mientras se incorporaba, asestó dos puñaladas en la espalda al tipo de la ballesta. El arma se le soltó de las manos y cayó de rodillas en el suelo entre alaridos, aún desconcertado. El otro, espada en mano, se lanzó sobre Déora. Ella ya había previsto aquello, se echó a un lado y esquivó el golpe, que levantó astillas al caer sobre los tablones de madera del suelo.
Owen se tambaleaba por la casa, con una mano en el hombro que no paraba de sangrar y una mueca de dolor. Todo le daba vueltas, pero tenía que encontrar un arma. ¿Dónde había dejado la condenada hacha? La buscó con la mirada, sin éxito alguno.
En medio del caos, a Rowan, que estaba allí parado como un espantapájaros, le sobrevino una idea. Supo, como si siempre hubiese estado ese conocimiento ahí mismo, que podía librarse de ellos. Tenía el poder de decidir terminar con sus vidas. Extendió la mano hacia el tipo que cruzaba estocadas con Déora y sus ojos ardieron; abrió la boca y chilló y, entre esos gritos desesperados, emergió también fuego y humo. Se llevó las manos al cuello y cayó de rodillas poco antes de desplomarse en el suelo, totalmente inerte. Movió esa misma mano y esta vez señaló al que se arrastraba por el suelo con dos heridas sangrantes en la espalda. Empezó a retorcerse mientras se ponía rojo y chillaba hasta que dejó de salirle la voz. Su piel se había quebrado y llenado de quemaduras, sus ojos se habían derretido. No tardó mucho en quedarse inmóvil.
Déora lo miró con horror en sus ojos oscuros, como si acabase de cometer el peor de los pecados. Y quizás sí lo había hecho, les había provocado una agónica muerte a aquellos desgraciados. Por todos sus ancestros, debía deshacerse de aquello que ahora moraba en su interior.
Owen profirió un alarido de dolor cuando Déora tiró del virote para sacarlo de su hombro. La herida comenzó a sangrar aún más que antes.
—Esto te va a doler.
Rowan estaba al otro lado de la cabaña, recogiendo sus pocas posesiones para partir en cuanto se hiciese de día y los guardias abriesen las puertas. No conseguía apartar de su cabeza la forma en que Déora lo había mirado tras librarse de los asaltantes. Como si fuese un monstruo, como si le diese miedo. Ojalá tuviese a su padre ahí con él. Él sabría qué decir, qué hacer o, al menos, le haría sentir que todo iba a salir bien con su mera presencia, le haría sentir seguro. Pero ya no estaba. Nunca volvería a verlo. Se enjugó un par de solitarias lágrimas que le recorrían la mejilla. No había tenido tiempo para procesarlo, para llorar su pérdida. Y, además, ahora tenía que lidiar con todo aquello y no sabía por dónde empezar. Tal vez debería dejar a Owen y Déora; partir por su cuenta y desaparecer. Sus vidas, desde luego, serían más sencillas sin tener que encargarse de sus problemas. No obstante, no podía hacerlo. No se veía capaz de seguir sin ellos. No se veía capaz de dejar a Owen atrás después de la pérdida de su padre.
Déora ya había terminado de coser y vendar como había podido la herida de Owen, que todavía gimoteaba, y ya se había puesto a recoger todos los enseres suyos y de Owen sin una sola palabra. Por su mente pasaban a hurtadillas los recuerdos de aquellos días aciagos. Había visto el horror que podían desatar aquellos poderes sobre el mundo. Por un momento, había dejado de ver al niño que había visto crecer todos estos años, y había visto a una amenaza. Para él; para todos. Las leyes de su pueblo eran claras: los kadjingär deben ser ejecutados. Por su bien y por el de todos. Pero ella jamás sería capaz de ejecutar a Rowan. Le debía la vida a Mikken y, por tanto, aún tenía una deuda con él. Algunas deudas nunca mueren.
—¿Has terminado de recoger tus cosas? —preguntó, para romper el silencio. Ya había visto que hacía un rato que el chico aguardaba sentado, con gesto pensativo, y sus cosas en una vieja mochila sobre la cama. Él asintió sin más, con los ojos clavados en el suelo. Se puso de cuclillas frente a él y le alzó la barbilla para mirarlo fijamente a los ojos.
—Vamos a sacarte a ese kadjin. Todo va a estar bien.
Él comenzó a hacer pucheros; no podía contener más las lágrimas.
—Nada va a estar bien, Déora. Mi padre está muerto. Ese dichoso mago ha enviado a unos asesinos a matarnos. Y yo… —Fue incapaz de terminar.
—Para cuando se dé cuenta estaremos a leguas de distancia y encontraremos la forma de liberarte de eso. Confía en mí —le costó decir aquello último, ya que ni ella misma confiaba en sus palabras y, mucho menos, en que pudiese cumplir todo aquello.
Owen llegó en aquel momento para sentarse a su lado y pasarle el brazo por encima de los hombros. Un gesto tan simple, pero que pareció aliviarlo. ¿Por qué, pensó Déora, no puedo hacer yo lo mismo?
—Pronto amanecerá, estad listos para entonces. Voy a echar un vistazo.
No iba a averiguar mucho, pero era incapaz de seguir allí; necesitaba aire fresco.
—Tendría que haber estado aquí —dijo Owen con un suspiro. Todavía estaba un poco mareado por toda aquella cerveza que debería haberle ayudado a dormir sin que un torrente de recuerdos y fracasos le acosase. Podrían haber matado a Déora y Rowan y él ni siquiera estaba allí para protegerlos. Se había prometido que cuidaría de ellos, sobre todo de Rowan, ahora que Mikken ya no estaba. Cómo le dolía aquello. Quizás es que las cicatrices que uno lleva en el corazón se vuelven más dolorosas cuanto más numerosas son. Los ancestros sabían que él llevaba bastantes. Ygrid, Siena, Vard, Effern y, ahora, también Mikken. No quería añadir más nombres a esa lista, no podría soportarlo. Y, sin embargo, cada vez que alguna persona a la que quería estaba en peligro, él nunca estaba. O, peor aún, estaba y era incapaz de hacer nada. Ojalá hubiese sido él y no Mikken allá en las ruinas.
—No eres adivino. No podías saber que iban a mandar a alguien a matarnos.
El chico se levantó y caminó despacio hasta una de las pequeñas ventanas. Se quedó allí observando, con gesto muy serio.
—¿Qué quieres hacer? —preguntó Owen—, ¿quieres deshacerte de esa cosa? No tienes que hacerlo solo porque Déora te lo diga.
—Tengo que hacerlo. Soy un peligro. Nunca sé qué voy a hacer hasta que lo hago y, para cuando me doy cuenta, ya es demasiado tarde. Ya está hecho. ¿Qué pasará si la próxima vez sois vosotros y no unos rufianes a quienes hago arder?
—Llevo viéndote usar esos poderes desde que eras un niño. Jamás nos has hecho daño a ninguno. Quizás no sepas controlarlo, quizás te guíe un instinto o qué sé yo, pero nunca he temido que fueras a hacernos algo.
Rowan volvió a recordar aquella mirada de terror.
—Deberías haber visto la cara que puso Déora hace un rato. Como si me tuviese miedo. No quiero que me temáis.
—Estaba sorprendida, eso es todo. No te martirices.
—No es solo eso. Ella conoce lo que esto —se llevó las manos al pecho, como señalándose a sí mismo— puede hacer. El daño que puedo hacerme y haceros. Y creo que tiene razón al estar asustada. Yo también lo estoy.
Owen se levantó con un quejido y se puso frente a él, mirándolo muy fijamente a los ojos.
—Yo no te tengo miedo. Quiero que lo sepas. Decidas lo que decidas, estaremos contigo. Saldremos de este lugar y buscaremos la forma de que todo salga bien.
Mikken siempre decía que el primer paso para hacer algo es creer en que uno podía hacerlo. Owen esperaba que fuese cierto, porque no se sentía capaz para nada de lo que se avecinaba.
Se movía en la oscuridad como una sombra, con la capucha puesta, evitando las pocas antorchas y lámparas de aceite que daban algo de luz a las calles estrechas y oscuras de Ethrang. Había evitado las calles más concurridas para evitar ser vista. Thelonius no tardaría en echar en falta a los asesinos a sueldo que había mandado y, entonces, mandaría a alguien más. Tenían que salir de aquel lugar antes de que eso sucediese. Tenían que poner distancia entre el mago y ellos. Hacia dónde irían no importaba demasiado; lo único importante era alejarse. Se paró en la boca de un oscuro callejón que le proporcionaba una vista perfecta de las puertas principales de la ciudad. Había un par de guardias en aquella parte de la empalizada, algo adormilados; por lo demás, no parecía suceder nada extraño. En el fondo, había temido que estuviesen esperando su llegada, que hubiese más gente buscándolos para darles caza. El tiempo jugaba a su favor, pero no seguiría así durante mucho tiempo. Faltaban horas para el amanecer y, con ello, la apertura de las puertas.
Emergió de entre las sombras y se dirigió con seguridad hasta el lugar donde estaban los guardias. Conocía a ambos de vista; los había visto en alguna taberna de la ciudad. Tenía posibilidades de tener éxito en lo que se proponía.
—Perdonad —dijo con un fingido tono de desesperación, fingiéndose desvalida—, necesito ayuda. Un bribón ha entrado en mi casa; no sé qué quería. He salido corriendo y creo que me he deshecho de él, pero estoy muy asustada.
Ambos suspiraron. No tenían planeado tener que hacer nada más que pasar frío y dormitar frente a las puertas hasta el fin de su ronda.
—¿Dónde está su casa, señora? Iré a echar un vistazo. ¿Ha podido ver al criminal? —preguntó el más joven de los dos. Jhaz, se llamaba, por lo que recordaba. Era el que ella esperaba que reaccionara.
—Lo siento, no he podido verle. Estaba oscuro. Pero era alto, grande.
Ella le dio unas indicaciones falsas, en la otra punta del pueblo. Se llevó las manos al pecho y fingió temblar mientras lo hacía.
El guardia se mostró reticente, pero al final se giró hacia su compañero.
—Ya voy yo, así aprovecho para estirar las piernas y echar una meada.
Se colocó la capa y se encaminó hacia el otro lado del pueblo. El otro, un tipo llamado Rickard, se giró hacia Déora enarcando una ceja. El frío viento mecía su cabello largo y aceitoso. Tenía varias cicatrices en el rostro que se contrajeron al sonreír.
—¿Tú no eres la compañera de Owen? El otro día, echando un trago, me dijo que teníais una cabaña alquilada en esa dirección —señaló hacia el lugar opuesto al que le había dicho ella al guardia—. Dame una buena razón para no arrestarte.
Déora le cogió la mano y depositó sobre ella una pequeña bolsa llena de monedas.
—Puedo darte cuarenta —contestó ella, poniendo fin a su interpretación de damisela en apuros.
El hombre sopesó la bolsa un instante antes de mirarla de nuevo, la codicia brillando en sus ojos.
—¿Estás intentando sobornar a un miembro de la distinguida milicia de Ethrang? —preguntó con una sonrisa burlona.
—Necesito salir y no puedo esperar a que se abran las puertas. ¿Puedes hacerlo?
—¿Por cuarenta míseras monedas? No lo creo. No me jugaría el pescuezo por esa cantidad. Aunque por cien podría pensármelo.
Déora bufó. Eso es más de lo que podían permitirse. Iban a necesitar más dinero para el camino y no sabía cuánto había dilapidado Owen en bebida aquella noche.
—No tengo todo el día y tú tampoco. En veinte minutos como mucho, algo más si se ha parado a mear, volverá mi compañero y no creo que le haga mucha gracia verte infringiendo la ley. Podrías acabar en el calabozo o algo peor.
Echó mano de la bolsa donde llevaba el resto del dinero y suspiró.
—Está bien. Pero el resto te lo daré cuando hayamos cruzado.
Oyeron la puerta cerrarse del todo y las traviesas colocarse de nuevo. Ya no había ni rastro de la pequeña rendija que Rickard había abierto para que pasasen en las puertas de la empalizada. Estaban los tres a las puertas de Ethrang, contemplando el paisaje nevado y los destellos rojizos en el horizonte de un sol que no tardaría mucho en alzarse.
—¿Y ahora a dónde? —preguntó Owen.
—Hacia el suroeste —respondió Déora, secamente.
Rowan alzó una ceja y la observó.
—¿Qué hay en el suroeste?
Dudó si decírselo o no; cuanto menos supiese, mejor. Por otra parte, debía saber a qué se iban a enfrentar; debía darle la opción de elegir.
—Un viejo conocido. No todos los míos aceptaron dejar atrás las artes prohibidas. Él sabrá qué hacer contigo. O, al menos, eso espero.
—Pensaba que los elfos ejecutabais a todos los practicantes de las artes mágicas; en especial a los enlazadores.
—Y lo hacemos, Rowan. Nunca podremos expiar los pecados que cometimos por nuestra imprudencia, pero debemos impedir que vuelva a suceder. Aun así, no todos aceptaron esa imposición. Algunos huyeron y, si aún no han muerto, es solamente porque han sabido huir de sus perseguidores durante todo este tiempo.
Entonces Déora echó a andar y los demás la siguieron, unos pasos por detrás.
—¿Sabes dónde encontrarlos, entonces? —preguntó Owen, mirando de soslayo a Rowan.
—Tengo una ligera idea de dónde puede estar uno de ellos.
—¿Dónde? —quiso saber Rowan.
Ella se paró un instante y susurró.
—En el bosque de Sharn’khor —contestó tras unos instantes y esperó la réplica de Owen. Sabía que no le haría ninguna gracia.
—¿Estás loca? No nos vamos a meter ahí. Es más, ni siquiera nos vamos a acercar.
Rowan se acercó hacia él y le preguntó:
—No he oído hablar de ese sitio. ¿Tan malo es?
Owen soltó un gruñido y frunció el ceño.
—Lo llaman el bosque susurrante. Nadie ha salido nunca vivo de allí. Es un lugar antiguo y repleto de peligros. Los mercaderes evitan los caminos cercanos a ese bosque y no hay población alguna a millas de distancia.
Déora soltó una carcajada.
—No seas idiota, Owen. Eso son solo cuentos de viejas. Por supuesto que hay gente que ha salido viva de allí. Quizás los mercaderes lo eviten, pero puedo asegurarte que hay bastante trasiego de contrabandistas y forajidos por aquellos lares.
—Claro, y resulta que tampoco se oyen espeluznantes susurros en el bosque y que todo lo que se cuenta es mentira —refunfuñó Owen.
Ella se paró y se giró para mirarlos a ambos, que aún seguían rezagados unas cuantas zancadas.
—Eso sí es cierto. El bosque de Sharn’khor es uno de los puntos donde el velo que separa nuestro lado del otro es más fino. Solía ser un lugar de peregrinación para mi pueblo.
Owen abrió aún más los ojos.
—Entonces no podemos entrar ahí de ninguna manera con Rowan. No sabemos cómo podría afectarle estar en contacto con ese sitio.
—Si tu miedo te impide seguirnos hasta el bosque, te dejaremos en la próxima taberna que encontremos. Eso, claro está, a no ser que tengas algún brillante plan que aún no has compartido con nosotros para solucionar este embrollo.
Ahora era Déora quien había adoptado un tono enfadado. Owen no contestó. Se limitaron a mirarse enfadados sin pestañear.
—Dejad de pelearos. ¿Estás segura de esto, Déora?
—No, pero no se me ocurre nada mejor. Los magos no te ayudarán y los enlazadores, como vosotros los llamáis, que quedan en estos tiempos no tienen ni idea de lo que hacen. Solo son niños jugando con algo que les hace creerse poderosos, pero que no entienden lo más mínimo. Rael sí sabe lo que se hace.
—Vayamos, pues, en busca de Rael.
Owen suspiró. No le gustaba nada aquel plan, pero tampoco pensaba dejarlos ir solos.
¿Qué hora era? Thelonius había sido incapaz de dormir, así que, tras pasarse una hora dando vueltas en la cama, se había pasado el resto de la noche consultando algunos libros y pergaminos que había traído consigo. Miró por la ventana, con los ojos cansados y un intenso dolor de cabeza. Ya empezaba a salir el sol. Devolvió la mirada al viejo pergamino que había estado leyendo una y otra vez la última hora, pero, nada más hacerlo, se oyeron dos golpes secos en la puerta.
—¿Quién va? —preguntó algo irritado por la interrupción a esas horas.
—Mi señor, es urgente, es acerca de ese asunto de los mercenarios —dijo al otro lado de la puerta una voz grave.
—Entra.
La puerta se abrió y entró Fjerd, uno de los hombres a su servicio, un hombre hosco, grande y ancho como un toro, con la barba desaliñada y unas profundas ojeras. El mago se cruzó de brazos y aguardó el reporte.
—Mi señor, hemos encontrado en un callejón los cuerpos sin vida de Armin y Grelk. Los mercenarios se han ido; se han llevado todo de su cabaña.
A medida que Fjerd había ido relatándole lo sucedido, su cólera había ido en aumento. Tendría que reemplazar a esos dos patanes. Eran unos patanes, sí, pero era difícil encontrar gente leal y tan efectiva como ellos. Aunque, realmente, lo que más le enervaba era el hecho de que aquellos timadores hubiesen huido. Había estado en lo cierto: sabían dónde estaba aquello que ya no se hallaba sellado en la espada, donde debía estar.
—Organiza a tus hombres, mándales hacer una batida por toda la ciudad. No habrán ido muy lejos con los portones cerrados. Habrá que apostar también a alguien cerca de las puertas por si se les ocurre huir cuando las abran.
No podrían salir de allí. Habían cavado su propia tumba y estaban encerrados. Aprenderían a no tomarle el pelo a alguien como él.
—Ya han salido, mi señor —dijo mientras tragaba saliva, temiendo la ira del mago—. Sobornaron a uno de los guardias para que les abriesen las puertas.
Habían huido. Habían huido. Aquello no podía estar pasando. Le había llevado años de concienzuda investigación averiguar el paradero de aquella maldita espada y, ahora que ya la tenía, no solo no le servía de nada sino que aquellos desagradecidos ladrones se habían llevado lo que él tanto ansiaba. Habría echado humo por las orejas, si aquello hubiese sido posible; así de iracundo se encontraba. Apretó los puños, conteniéndose para no estallar y tirar todo cuanto había sobre la mesa al suelo.
—Hay otra cosa más, mi señor —dijo con voz queda.
—¿Qué más podría haber?
—Los cadáveres de Armin y Grelk. Estaban completamente calcinados por dentro. Sus ojos estaban derretidos.
Inspiró hondo y exhaló, para calmarse. Esa sí era una prueba irrefutable. Si lo habían hecho por accidente o a propósito no importaba; se habían llevado a Tarthûl, la llama prohibida, y Thelonius pensaba recuperarlo.
—Cambio de planes. Reúne a todos nuestros efectivos y estad listos para partir en cuanto os ordene. Ahora, retírate.
Hizo una reverencia y dejó la estancia. Entonces, el mago se levantó y alcanzó la espada. Aquella sangre, sin duda, sería de alguno de los tres. Los encontraría.