El filo del invierno

Fría. La mañana era tan fría. Ni siquiera todas las capas de piel con las que se tapaba eran suficientes para hacer entrar en calor al joven Seb. Pero más frío aún era el vacío que sentía en lo más hondo de su corazón. Siempre había imaginado el dolor de la pérdida como algo ardiente; sin embargo, él todo lo que notaba era un gélido vacío donde debería haber algo. Estaba sentado en lo alto de un barranco cubierto de nieve y azotado por los gélidos vientos invernales, contemplando cómo en el horizonte se elevaba el sol y teñía de rojos y naranjas el horizonte. ¿Cómo ha podido pasar?, se decía, ¿qué hemos hecho mal?
Owen también sentía la pérdida en su corazón, un dolor que no le dejaba pensar con claridad, como una hoja al rojo vivo atravesándole el pecho. Aunque ese dolor no dejaría cicatriz visible, no se uniría a tantas otras que pintaban su historia en su cuerpo como un tapiz. Avanzaba cabizbajo, algo renqueante por las heridas, hacia el borde del barranco. ¿Qué se supone que debo hacer ahora, Mikken?, se preguntaba una y otra vez mientras acortaba la distancia entre él y ese joven al que había visto crecer y al que no sabía qué decirle ni cómo consolarlo porque había perdido a su padre y Owen no había podido evitarlo. Pero él también había perdido a Mikken de otra forma muy distinta a la de su hijo. No se sentó al llegar junto a Seb. No sabía si podría levantarse después. El viento helado, los huesos viejos, las heridas del día anterior. A veces era mejor no jugársela.
Así que de su boca salieron las únicas palabras que se vio con fuerzas para dirigirle al chico.
—Chico, tenemos que irnos. Nos congelaremos si nos quedamos aquí.
Aguardó sin decir nada más. El chico ni se giró al responder.
—Todavía está ahí abajo. Tenemos… tenemos que volver a por él —las palabras le salían atropelladas, como con un nudo en la garganta.
Owen emitió un gruñido.
—Si volvemos allí abajo acabaremos como él —suspiró antes de decirlo, pero lo dijo porque sabía que era cierto—, pero si quieres volver, iré contigo.
Déora había llegado detrás de ellos sin hacer ruido alguno, como una sombra, como solía hacer siempre. Su voz casi sobresaltó a ambos.
—Iremos contigo si es lo que quieres, Seb.
Unos meses atrás hubo un gran temblor en los páramos helados, hubo un corrimiento de tierras y dejó a la vista unas ruinas que quizás llevaban sepultadas bajo el hielo y la nieve siglos, si no milenios. Habían entrado en aquellas ruinas poco antes del ocaso.
—Entrar y salir —había dicho Mikken—, cogemos lo que nos han mandado a buscar y volvemos a la cueva a pasar la noche. Mañana a mediodía estaremos de vuelta en el pueblo.
El perímetro estaba todavía cubierto por varios pies de nieve y hielo, así que no les había quedado más remedio que ascender por las traicioneras lomas de nieve en busca de algún punto de entrada desde allí arriba.
—La suerte nos sonríe —dijo Déora mientras observaba el lugar con esos ojos oscuros suyos que siempre parecían verlo todo—. Un poco más adelante hay un muro que ha decidido derrumbarse de una forma que nos sea útil. Podemos usarlo para bajar.
—Está cubierto de hielo y nieve, ¿estás segura de que es la mejor forma de bajar? —replicó Owen, siempre tan prudente.
—No sé qué otra forma tenías pensada tú para bajar hasta ahí abajo.
—Se está haciendo de noche, dejad las discusiones y bajemos por donde dice Déora. Tú te quedas aquí, Seb, por si necesitamos que alguien nos tire una cuerda.
—Pero, padre, puedo ser de ayuda, puedo… —protestó, indignado. Una vez más su padre iba a dejarlo atrás. Había demostrado una y otra vez que podía ayudar, que no era un crío. ¿Cuándo iba a dejar de tratarlo como uno?
—Mikken, ¿crees que Seb aguantaría nuestro peso si tuviese que echarnos una cuerda? Es mejor que venga con nosotros.
Owen le puso una mano en el hombro y ambos se miraron durante un instante. Siempre lo hacían, se miraban un momento y era como si hubiesen estado hablando durante horas. Las miradas y los gestos les bastaban para entenderse.
—Está bien —capituló finalmente de mala gana—, pero no te separes de nosotros y ten cuidado al bajar.
Los gélidos corredores y estancias de piedra oscura estaban cubiertos de escarcha y de dunas de nieve que crujía bajo las pisadas de los cuatro intrusos. Mikken iba al frente, con una antorcha en la mano, tratando de averiguar hacia dónde debían ir mientras Owen le guiaba a duras penas con el mapa del lugar que les habían proporcionado.
—¿Qué se supone que hemos venido a buscar? —inquirió Seb mientras miraba de un lado a otro con inquietud.
Desde que había puesto los pies allí abajo había tenido un mal presentimiento. Veía sombras por el rabillo del ojo que luego no estaban ahí. Había seres en este lugar, en el otro lado. Los notaba. Estaban ahí, esperando a que alguien los dejase entrar. Los seres del otro lado siempre ansiaban entrar a este otro, aunque fuese por unos instantes. Seb se preguntaba muchas veces cuán terribles serían los tormentos que soportaban allí si estaban dispuestos a someterse y servir como herramientas a gente como él. Todo por la posibilidad de escapar que tan pocos conseguían. Seb era lo que en círculos académicos era conocido como receptáculo, es decir, era capaz de dejar entrar demonios y cosas peores del otro lado en su cuerpo y utilizar sus impíos poderes a su antojo. Los magos y hechiceros de las distintas órdenes mágicas le mirarían con desdén por lo que era y lo que hacía, pero en el fondo sus métodos no eran muy distintos. Ellos, en cambio, atraían y sellaban a esos seres del otro lado en objetos y pentagramas que luego usaban para canalizar esas energías y, según ellos, hacer magia.
—Una reliquia perdida. Una espada. Esos dichosos magos siempre andan detrás de lo que no deben. Si algo antiguo y misterioso está perdido, quizás es mejor dejarlo donde está. —La diatriba de su padre sacó a Seb de su ensimismamiento.
—Si dejasen esas cosas donde están, ¿cómo íbamos a ganarnos la vida? —dijo Déora.
—De alguna forma honrada y que no implique jugarse el gaznate —contestó Owen—. Aunque esas no abundan. Corren malos tiempos.
—Llevo viva varios siglos y no recuerdo que en algún momento los tiempos no fuesen malos.
—Eso díselo a la iglesia; según ellos hubo un tiempo donde todo fue perfecto.
—Les iba a resultar bastante complicado engatusar a la gente si no les prometiesen volver a un pasado idílico sin tener un pasado idílico, ¿no te parece?
Mikken se paró de sopetón en una encrucijada y echó la mirada hacia atrás, hacia Owen y el mapa.
—¿Dónde estamos? —preguntó Mikken con el ceño fruncido.
—No tengo ni idea, no debería haber ninguna intersección aquí según el mapa.
—Es por ahí —dijo Seb en un hilillo de voz mientras señalaba hacia adelante. Lo sabía, sin más. Los demás lo miraron con expresión seria.
—¿Estás seguro, hijo?
—Creo que sí, al final de ese pasillo hay una sala grande, la espada está ahí —y al decirlo sabía que era cierto, aunque ni él mismo lo sabía hasta el momento en el que pronunció las palabras. Dejarse invadir por poderes incomprensibles del otro lado era extraño, pero más aún era decir cosas que no conocía sin saber siquiera de dónde o de quién venía ese conocimiento. Uno nunca llegaba a acostumbrarse.
Déora era quien lo miraba con mayor desconfianza. Sabía lo que su pueblo opinaba de los que eran como él. Lo que les hacían. Aun así, pese al malestar y la desconfianza que sus capacidades les suscitaban a la elfa, sabía que lo quería. Todos ellos se querían los unos a los otros, cada uno a su manera.
Era tal y como Seb había dicho. Al final de ese pasillo habían encontrado una sala grande de techos altos y columnas altas de piedra oscura. El suelo y las paredes estaban repletas de grabados crípticos y runas que les eran desconocidas.
No habían visto nada más que nieve, escarcha y escombros en su camino por los largos y solitarios corredores hasta llegar aquí. En cambio, en cuanto la luz de la antorcha de Mikken alumbró la sala, se sobresaltaron al ver los cadáveres. Estaban preservados por el frío, con las pieles pálidas y azuladas, agrietadas y quebradizas. Envueltos en tabardos y armaduras oxidadas. Por la forma en la que estaban dispuestos en la sala es como si hubiesen abrazado plácidamente la muerte, recostados contra las paredes y columnas.
—Este sitio me pone los pelos de punta —dijo Owen con una mueca—. ¿Por qué dejarían aquí a estos pobres desgraciados?
Déora miraba a un sitio y a otro, moviéndose con lentitud y gracia como la de un felino al acecho.
—Debían estar protegiendo algo. O a alguien. Todos llevan armadura y están armados —aventuró Mikken—. Aquí no se ve nada.
Seb estaba ocupado moviéndose con pasos lentos por la sala, tratando de no hacer ruido, siguiendo los débiles susurros que sabía que solo él podía oír. No entendía qué le decían. Llegó al centro de la sala y miró hacia arriba, sin saber muy bien por qué.
Su padre se acercó con la antorcha, miró al chico y luego a la dirección donde se posaban sus ojos. Extendió el brazo y la luz de la antorcha dejó ver algo ahí arriba.
—Hay algo ahí arriba, pero no veo nada.
Déora ya estaba allí, escudriñando lo que fuera que había allí arriba con sus ojos oscuros que eran capaces de distinguir las formas en la oscuridad.
—Es un baúl metálico. Grande. Está… colgando del techo con varias cadenas.
—¿Y tiene…?
—Sí, Mik, tiene forma de poder tener una dichosa espada dentro.
—Lo que yo decía. Si alguien dejó una espada dentro de un baúl encadenado al techo, por algo sería, y los magos deberían dejarlo estar —dijo de pronto Owen mirando al techo con desconfianza, intuyendo las formas de lo que había descrito su compañera.
—Si tienes miedo, puedes esperarnos fuera —le contestó Déora con una media sonrisa.
—Siempre tengo miedo cuando hacemos estas cosas. Solo los idiotas no lo tienen. Y acaban muertos más pronto que tarde.
—¿Alguna sugerencia para bajarlo de ahí? —preguntó Mikken, aún apuntando hacia el techo con la antorcha.
Seb dejó de escucharlos. Se enfocó en los ininteligibles susurros que le rodeaban, dejó la cabeza en blanco, los dejó entrar mientras miraba hacia el techo. Ninguno lo vio, pero sus iris se iluminaron con el color de las brasas de una hoguera durante un instante. Las cadenas al rojo vivo emitieron un tenue resplandor y estallaron. Poco después cayeron al suelo junto con el baúl en un estruendo que sonó casi como si se hubiese caído el techo sobre ellos.
Todos se habían apartado y ahora miraban a Seb con aire sorprendido.
—La próxima vez avisa antes de hacer algo así —gruñó Déora mientras se acercaba con cuidado al baúl.
—Lo siento —murmuró Seb mientras volvía a ser consciente de lo que sucedía a su alrededor y volvía a ser él mismo.
Todos, salvo el chico, se acercaron a contemplar el baúl bajo la luz de la antorcha.
—No tiene cerradura ni candado —dijo Owen.
—Algún mecanismo tiene que tener para abrirlo. Está hecho de metal, no creo que darle golpes vaya a servir de nada.
—Callaos los dos y dejadme pensar.
Déora deslizaba los dedos sobre la superficie del baúl como si los surcos y relieves en su superficie pudiesen hablarle en algún idioma que solo ambos entendían. Se movía de aquí para allá, acercándose, palpando, retirándose y quedándose pensativa antes de volver a acercarse una vez más.
—Si tiene algún mecanismo para abrirlo, yo no logro dar con él. Quienquiera que cerrase este trasto realmente no quería que nadie lo abriese.
Owen lanzó un bufido.
—Pues entonces nos lo llevamos y que se ocupe ese dichoso mago de abrirlo.
—¿Y si luego no está ahí dentro? No. Tenemos que abrirlo como sea —dijo Mikken mientras se giraba hacia su hijo—. ¿No puedes intentar hacer lo mismo que hiciste con las cadenas?
—No lo sé. No es algo que pueda controlar. Pero puedo intentarlo.
Intentó centrarse de nuevo en esos susurros, esas formas que podía intuir al límite de su visión, para tratar de recibir a alguno de esos seres y, con suerte, poder usarlo para abrir el baúl.
Entonces se percató de un susurro más alto que el resto; distinguía palabras en un idioma que le era desconocido. Una voz grave, que retumbaba. Haciéndose más fuerte a medida que se enfocaba en ella. No se había dado cuenta, pero había empezado a dar varios pasos en dirección al baúl mientras extendía la mano. A veces le pasaba; hacía cosas sin saber que las hacía. Era uno de los peligros de ser como él, de abrirse y dar cobijo a lo que no debía. Tocó la fría superficie del baúl con sus dedos y, absorto en esa especie de trance, su mano se hundió a través del metal hasta tocar algo afilado. La punzada de dolor lo trajo de vuelta. Sacó la mano como por acto reflejo y vio unas gotas rezumar de un pequeño corte en su dedo índice. Miró de nuevo al baúl, pero ya no estaba allí. Solo había un montón de arena oscura y, asomando de aquella oscura montaña, el filo de una espada.
—¡El baúl se ha deshecho! —exclamó Owen.
Mikken se acercó a su hijo con expresión preocupada.
—¿Estás bien? —dijo señalando con la cabeza hacia el corte.
—No es nada. Solo un pequeño corte. ¿Qué ha pasado?
Se oyeron varios traqueteos por toda la sala. En las corazas de los cadáveres apoyados contra las paredes de la sala destellaron pentagramas. Sus cuerpos congelados y marchitos se alzaron como tirados por hilos invisibles.
Lo más terrorífico de aquellos cadáveres que ahora se movían con esa falsa imitación de vida era su silencio. Uno se imaginaría que emitirían algún tipo de sonido de ultratumba, algún gruñido gutural. En cambio, lo único que se oía de ellos era el crepitar de la escarcha sobre sus maltrechos cuerpos haciéndose añicos y sus movimientos hacia los cuatro intrusos. Sus cuerpos anquilosados y atrofiados no se movían con rapidez, pero les habían pillado por sorpresa y el miedo había hecho que les costase reaccionar.
—Owen, coge la espada y salgamos de aquí —bramó Mikken mientras enarbolaba la antorcha y desenvainaba su propia espada.
Owen estaba congelado, con un rictus de terror en el rostro, inmóvil como una estatua.
Mikken gruñó y se lanzó él mismo a por la espada, recogiéndola de aquel montón de arena negra y echando a correr justo después cuando alguno de los cadáveres reanimados ya se le acercaba arrastrando una pesada alabarda oxidada.
—¡Vamos! ¡Moveos! ¡Tenemos que salir de aquí! —gritó.
Los gritos de Mikken sacaron a Owen de su estupor y echó mano torpemente al hacha que tenía a la espalda mientras avanzaba. Cogió a Seb del antebrazo y le obligó a moverse hacia la salida. El chico se dejó llevar. Desde que aquellos pentagramas habían ardido como brasas en las corazas de los cadáveres, en su cabeza reinaba el caos. Oía estridentes sonidos, gritos, proclamas ininteligibles y chirridos que arañaban las paredes de su cráneo. Era incapaz de pensar con claridad.
Déora fue la primera en llegar hasta el umbral que daba al pasillo por el que habían venido, pero allí ya había dos de esos cadáveres reanimados cortándole el paso. Ambos alzaban sus armas en preparación para el envite, pero ella se tiró hacia adelante y rodó con una pirueta por el suelo gélido, pasando entre ambos. Consiguió alzarse y asestó un golpe con su espada corta a la parte trasera de las rodillas de la criatura, haciendo que perdiese el equilibrio. La otra giró sobre su torso y descargó su espada sobre Déora, que usó la daga que llevaba en la otra mano para parar el golpe que, de otro modo, le habría cercenado el brazo, aunque el impacto le hizo perder pie y trastabilló hacia atrás. Había demasiados; no iban a poder vencerlos. Ni siquiera sabemos si pueden morir —se dijo mientras retrocedía con sus armas en guardia.
Owen descargó un fuerte hachazo sobre el que acababa de lanzar una estocada contra Déora y el filo de su hacha se hundió en su carne, en su armadura. Cortó carne, hueso, cartílago y abolló metal. El impacto echó al cadáver a un lado. El otro aún trataba de levantarse tras el corte de su compañera, así que lo apartó de una fuerte patada dejando el espacio suficiente para pasar. Agarró a Seb del pecho y echó a correr de nuevo con él a rastras. Al llegar junto a Déora echó la vista atrás y el corazón le dio un vuelco. Mikken estaba completamente rodeado. Daba estocadas con la espada que antes había estado en el baúl y con la suya propia. Había tirado la antorcha al suelo y proyectaba desde abajo sombras alargadas en el techo.
Sus miradas se encontraron. No necesitaron palabras para comunicarse. Siempre había sido así; les bastaba con mirarse. Mikken cogió impulso y lanzó la espada hacia el pasillo, pasando por encima de los cadáveres que ya se levantaban y se dirigían de nuevo a la persecución de los intrusos. Cayó a un lado, cerca de Déora.
—¡Salid de aquí! ¡Protege a Seb! —gritó Mikken. Iba a decir algo más, pero se transformó en un gruñido cuando una espada le atravesó el abdomen y soltó un escupitajo sanguinolento.
Owen notó esa misma estocada atravesando su corazón, abriéndose paso envuelta en lenguas de fuego por sus entrañas. Iba a perder allí a la persona que más había querido en su miserable vida y no podía hacer nada para impedirlo. Las lágrimas se le acumularon en los ojos, las palabras y los gritos se le apelotonaron en la garganta.
Se echó a Seb al hombro y echó a correr sin mirar atrás. Déora cogió la espada y lo siguió. Oyeron los últimos aullidos de dolor de Mikken traídos por el eco mientras avanzaban casi a ciegas por los oscuros corredores hacia el exterior.
Seb salió de su trance y se vio agarrado por Owen, que jadeaba por el esfuerzo de la huida; miró a un lado y a otro y solo distinguió a Déora. Empezó a patalear y a gritar de forma inconexa. ¿Por qué no está? ¿Por qué no nos sigue?, se preguntaba una y otra vez.
Seb se levantó al borde del acantilado y se sacudió la nieve. Tenía la cara sucia, con pequeños caminos trazados por las lágrimas. Se giró hacia Owen, incapaz de mirarlo a los ojos.
—Lo siento. Debería haber podido hacer algo, debería… —Las palabras de Owen se transformaron en un sollozo. Si pensaba en todo lo que él podía haber hecho y no hizo, en su parte de culpa, era incapaz de articular palabra. Tardó un momento en serenarse, en volver a hablar, aunque de forma entrecortada. Sé que has perdido a tu padre, Seb, que ya no te queda nadie, pero no vas a estar solo.
Era lo único que había atinado a decir. ¿Qué otra cosa podía decir? ¿Qué otra cosa podía hacer? El chico a duras penas había pronunciado palabra desde que lo había sacado de allí gritando y pataleando. Es posible que no quisiese saber nada más de él, que le odiase, que le culpase porque su padre ya no estuviese allí y él, que era un miserable cobarde, sí. Sin embargo, el chico se acercó y se abrazó a él con fuerza. Le costó un momento asimilarlo, pero entonces lo rodeó también con sus brazos.
—No ha sido culpa tuya. Tú también lo has perdido. Tú también lo querías.
—Sí. Sí que lo quería. No sabes cuánto —logró decir entre sollozos.
Pasaron así un rato, abrazados, entre sollozos, compartiendo su pérdida, junto al borde del acantilado.
—Quizás no lleve tu sangre, pero siempre has sido como otro padre para mí. Tú tampoco vas a estar solo.
Owen lo estrechó con más fuerza y sus sollozos se hicieron más fuertes. Nunca había soñado siquiera con escuchar aquellas palabras del chico que había ayudado a criar a Mikken como si fuese suyo desde que era pequeño, pero hacerlo alivió algo del dolor que sentía.
Déora ocultaba sus lágrimas bajo su capucha mirando hacia el horizonte; no se veía con fuerzas de mirar a Owen y Seb llorando su pérdida. Le debía la vida a Mikken. Si él no la hubiese salvado tiempo atrás, no estaría allí. Y cuando de verdad había necesitado cobrarse esa deuda, ella no había podido hacer nada. Había fracasado. El fracaso había sido una constante en su larga vida. Se secó las lágrimas y se giró hacia ellos.
—Siento interrumpir esta entrañable escena, pero tenemos que decidir qué hacemos. Si quieres que bajemos a por él, lo haremos. Pero si quieres volver al pueblo, si no quieres bajar ahí una vez más, quiero que sepas que no pasa nada. Tu padre no querría que volvieses a por él y te jugases la vida de nuevo.
Seb se separó del abrazo y se enjugó las lágrimas. No podía dejarlo allí abandonado. Eso sí que no se lo perdonaría jamás.
—Voy a bajar —dijo intentando sonar confiado—. Tengo que hacerlo.
Owen suspiró mientras volvía a echar mano a su hacha.
—Bajemos entonces, no queremos que se nos haga de noche otra vez si salimos de ahí con vida.
—Saldremos de allí y podremos darle un entierro a mi padre. Un entierro digno del guerrero que fue.
Aquello sí sonó confiado y, de hecho, le sorprendió hasta a él mismo. Se había notado diferente desde que salió de aquellas ruinas. Era una sensación extraña y tumultuosa que no lograba describir, que le era imposible poner en palabras. Una palabra acudió a su mente de sopetón, sin haberla invitado, como un intruso en su propia cabeza: venganza.
Aquellos corredores oscuros parecían distintos bajo la luz del sol. Los recovecos en el techo por los que se filtraba la luz hacían que no hubiesen de llevar antorchas. Iban tan silenciosos como podían, tratando de recordar el camino que habían tomado el día anterior para llegar a aquella sala donde todo se había ido al garete. Déora iba en cabeza, seguida de Owen. Seb iba algunos pasos por detrás, algo rezagado. Se sentía extraño, no oía nada. Nada que no fuese real, más bien. No veía sombras moverse en los límites de su visión, no oía susurros. ¿Se habrían ido a otro lugar en el otro lado todos los seres que se agolpaban allí el día anterior? El chico no era un experto en el otro lado. No había estudiado con los magos y hechiceros que desentrañaban los secretos de la magia y sus orígenes, pero siempre se había imaginado su mundo y el otro lado como un lago helado en pleno invierno. Desde arriba uno no veía más que oscuridad y misterio en las aguas que aguardaban bajo el hielo. En cambio, uno sí podía ver el exterior desde las oscuras aguas. Un mundo que uno solo podía contemplar, pero no tocar, salvo que encontrase algún agujero por el que colarse. Tal vez los demonios y todos los demás seres que se decían que moraban en ese otro lado podían contemplarlos, soñar con escapar de su prisión y, si tenían suerte, encontrar un hueco por el que hacerlo.
Déora se paró e hizo una señal con una mano indicando a los demás que parasen y ellos obedecieron. Al fondo de ese pasillo estaba la cámara en la que habían encontrado aquella espada. Ella dio unos pasos tímidos. Parecía flotar mientras se movía como un gato y apretaba el mango de su puñal. Se asomó con cuidado y echó un vistazo a la sala. Owen y Seb no podían ver su rostro, pero se lo imaginaban al ver cómo bajaba el puñal y sus hombros, tensos, se relajaban. Se giró y se encontró con la mirada de Seb.
—Lo siento —dijo solamente.
Los demás ya sabían que Mikken no podía haber sobrevivido. Pero habían albergado una minúscula esperanza, casi un milagro. Ambos sintieron cómo esa esperanza se desvanecía.
—¿Y las criaturas? —preguntó Owen, temiendo que aún siguiesen ahí. Se le erizaba el vello solo recordándolas.
—Hay algunas, pero están tendidas en el suelo, como si lo que les empujaba se hubiese desvanecido. Aunque juraría que anoche había más de las que cuento en la sala.
Entraron en dirección al bulto cubierto de escarcha que había cerca de la entrada, sobre un charco oscuro de sangre congelada. Ahí estaba Mikken, atravesado por varias espadas, algunas agarradas todavía por los cadáveres sin vida que yacían también en el suelo. Déora se acuclilló junto a él y observó, sin saber muy bien cómo proceder.
Seb sintió un escalofrío al entrar a la sala. Él llevaba la espada que habían encontrado a la espalda. Notó algo emanar de ella, una especie de vibración. Se giró instintivamente hasta el pasillo por el que habían venido, pero no vio nada, aunque eso no lo dejó más tranquilo.
Como una presa rompiéndose, volvieron a la vez un torrente de estímulos, los susurros, las sombras, gritos. Lo abrumó. Los pentagramas volvían a arder como cicatrices de fuego en las corazas de los cuerpos sin vida y el traqueteo de sus extremidades volviendo a levantarse hizo que sintiese el corazón aporreándole en el pecho. Se giró de nuevo; algo se acercaba.
—¡Es la espada! —gritó Seb.
Esta vez Déora estaba preparada. En cuanto vio arder ese pentagrama, desenvainó y empezó a apuñalar a la criatura más cercana sin pensárselo dos veces, aunque no parecía estar teniendo efecto alguno. Seguían levantándose lenta, pero inexorablemente.
—Esto es inútil, las armas normales no les hacen nada —dijo ella con frustración.
Owen empezó a gritar y descargar su hacha sobre los que tenía cerca y amputó extremidades y cabezas con una mezcla de furia y terror.
—¡Tú sigue cortando! —espetó Owen—. ¡Seb, apártate de ahí y ponte a cubierto!
Pero Seb no tenía pensado apartarse. No era muy bueno con la espada, pese a los esfuerzos que había dedicado su padre en enseñarle. Era torpe, su juego de pies pésimo y no tenía demasiada fuerza. Aun así, echó mano a la espada que llevaba colgada y la apretó con ambas manos, tratando de recordar todas sus lecciones de esgrima, y adoptó una pose defensiva, esperando a que las criaturas que entraban ya a la sala se acercasen lo suficiente.
¿Venganza? Oyó esa pregunta en su cabeza y supo que no venía de él. Quizás se había descuidado y había dejado entrar algo dentro de él. Venganza, se dijo, esta vez seguro de que esa palabra venía de él. Claro que quería venganza, por todos los dioses, aquellas cosas movidas por hilos invisibles habían acabado con su padre. Y estaba muy cabreado. Sobre todo con él mismo por no haber podido hacer nada. Notó la espada arder en sus manos, pero no fue capaz de soltarla. Ese fuego saltó a sus antebrazos y se extendió al resto del cuerpo. Era como si contuviese un incendio bajo la piel. Apretó los dientes y chilló. Chilló de dolor, de rabia, de ira. Y las criaturas estallaron en llamas. Mil lenguas de fuego se arremolinaron sobre cada una de aquellas impías abominaciones y lamieron sus carnes pútridas y atrofiadas.
Déora y Owen retrocedieron trastabillando para alejarse del fulgor que se había desatado frente a ellos y miraron con asombro la escena y luego a Seb, cuyos ojos ardían mientras aullaba de forma completamente antinatural con una voz que no era la suya.
Todo acabó unos segundos después. Las criaturas cayeron al suelo calcinadas, convirtiéndose en montones de huesos y metal ennegrecidos.
Al chico se le escapó la espada de entre los dedos y cayó al suelo con un estruendo metálico antes de desplomarse en el suelo inconsciente.
No sabía cuánto tiempo había pasado en ese extraño estado de inconsciencia en el que atisbaba retazos de lo que sucedía a su alrededor mezclados con recuerdos difuminados. Le parecieron días, semanas incluso. Cuando al fin abrió los ojos, se encontró cubierto por gruesas pieles en el interior de una vieja tienda. Oía el aullido del viento en el valle y el crepitar de una hoguera fuera. Le costó levantarse; sentía cada extremidad pesada como una losa de piedra y la cabeza embotada. Aquella sensación no le era ajena; no obstante, le había sucedido con anterioridad en las pocas ocasiones en las que se había excedido haciendo uso de poderes prestados que no era capaz de entender y, mucho menos, controlar.
Salió de la tienda poco después. La luz le cegó un instante. Debía de ser más de mediodía. Déora estaba sentada sobre un tronco cocinando lo que parecían partes de alguna liebre al fuego.
—¿Cómo te encuentras? —preguntó ella sin apartar la vista del fuego.
—Algo embotado, pero bien, supongo.
—¿Recuerdas lo que sucedió? —en esta ocasión sí posó su mirada oscura como la noche en el chico.
—No muy bien. Recuerdo fuego, gritos, y luego… Luego nada —sus recuerdos estaban fragmentados e inconexos.
—Hiciste arder a esas cosas. A todas ellas. Y luego te desplomaste. Pensaba que habías ido demasiado lejos. Que habías muerto —ahora lo miraba aún más seria—. He visto eso pasarle a otros como tú. Los he visto consumidos.
Déora suspiró y Seb supo lo que iba a decir a continuación.
—Dicen que tu condición puede suprimirse, curarse para siempre. Sé que tu padre no quería ni oír hablar de ello, pero tal vez sea hora de que me hagas caso y le pongas fin de una vez por todas. No pienso ver cómo te consumes.
—¿Y qué se supone que he de hacer entonces? Soy un negado con la espada. No os serviré de nada si me deshago del único don que tengo.
Ella arrugó la frente y contrajo los labios. Volvió a mirar el fuego. Ahí acababa la conversación, como siempre. Déora nunca estaba interesada en discutir. Llevaba viva demasiado tiempo, estaba harta de tantas discusiones, de tantas peleas sin sentido que no llevaban a ninguna parte.
—Hemos enterrado a tu padre mientras dormías. Ahí arriba en la colina. Owen está levantando un túmulo. Deberías ir a despedirte antes de que nos vayamos.
Él asintió y se levantó, dejándola sola con sus pensamientos.
Owen estaba sentado frente a un túmulo improvisado. Unas rocas apiladas sobre la tierra bajo la que ahora descansaba Mikken. Los copos de nieve se amontonaban en su cabello y barba oscuros salpicados de blanco. Seb se sentó a su lado sin decir nada y contempló aquella sencilla construcción que dudaba que fuese a resistir los fuertes vientos del valle durante mucho tiempo.
—Ojalá fuese yo quien estuviese ahí abajo y no él —dijo Owen tragando saliva. Tenía los ojos rojos.
—Estoy seguro de que mi padre diría exactamente lo mismo si fueses tú.
El chico solo recibió un gruñido lastimero como respuesta.
—Apenas hablaba de mi madre, pero las pocas veces en las que lo hacía podía sentir lo mucho que la quiso —empezó a decir Seb—. A ti también te quería. No recuerdo muy bien cómo era mi padre cuando era pequeño, pero sí recuerdo que me parecía triste. Siempre tan triste. Como si siguiese adelante solo por mantenerme con vida y nada más. Pero cuando llegaste tú —las lágrimas se le acumulaban en los ojos y se le hacía difícil continuar—, cambió, empezó a sonreír, ya no estaba siempre triste.
Owen no era capaz de responder. Las lágrimas se deslizaban por sus mejillas mientras miraba hacia el horizonte. No era capaz de mirar al chico; si lo hacía, empezaría a llorar desconsoladamente. Él, que siempre había sido un cobarde, él, que no merecía nada, había encontrado una familia. Mikken y Seb, y luego Déora, habían sido su familia, con ellos había vuelto a sentir lo que era la dicha y la felicidad. Y ahora Mikken no estaba y no sabía cómo iba a poder seguir adelante sin él, sin la persona a la que más había amado en su vida. No sabía cómo, pero sabía que lo haría. Por Mikken. Cuidaría del chico. Esta vez lo haría bien. Se enjugó las lágrimas y se levantó; las rodillas le crujieron, notaba los músculos agarrotados.
—Vámonos o se nos hará de noche antes de llegar al pueblo.
Le tendió la mano a Seb y este la cogió y se apoyó en él para levantarse.
—Sí, tenemos que llevar la espada a ese dichoso mago —sintió rabia al decirlo—. No importa lo que nos pague por ella, no compensará lo que hemos perdido.
—A la gente como él no le importa la gente como nosotros; nuestras vidas solo son recursos que pagan con su oro.
Una vez más en su cabeza emergió del vacío esa palabra: venganza. Esa idea que sabía que no le pertenecía a él, pero que estaba ahí. Durante un instante, el marrón de sus ojos se encendió como una hoguera y ardió con el color del hierro candente. Le llevarían aquella espada al mago y cobrarían la recompensa para poder seguir adelante un poco más. Ellos habían perdido algo de un valor incalculable: un padre, un amigo, un amor, pero aquel mago también había perdido algo de valor incalculable. Pues en la espada no quedaba nada de lo que él tanto codiciaba. Ya no era más que una exquisita obra de algún prodigioso herrero de tiempos pasados, una pieza digna de un museo. Aquello que antes se hallaba preso en ella ahora estaba libre de sus ataduras y deseaba venganza por encima de todas las cosas.