Por los árboles, los ríos y la tierra
Ese lugar estaba prohibido, pero la curiosidad ardía dentro de Riri como un viejo tronco seco tras ser golpeado por un rayo. No sabía bien por qué los mayores asustaban a los jóvenes con historias terribles acerca de ese lugar. Historias escalofriantes contadas alrededor de una hoguera, pero que envolvían el lugar en un halo de misterio que no hacía si no acrecentar la curiosidad de la joven, como un cuenco al que, historia tras historia, se añadían unas cucharadas de esa emoción hasta que, un buen día, desbordó. Riri tenía que ver ese lugar con sus propios ojos.
Justo antes de que el sol despuntase tras las montañas el mundo entero parecía estar sumido en un profundo sueño. Fue esa la hora elegida por Riri para partir. Tomó un zurrón y lo llenó de todo aquello que le iba a ser útil en su viaje. Tomó el cuchillo de caza de su hermano Uri, que se enfadaría con ella al no encontrarlo, pero que se mostraría comprensivo cuando le explicase para qué lo necesitaba. Tomó un puñado de arándanos y nueces que su madre había recogido el día anterior por si le entraba hambre. Y, finalmente, tomó una cuerda larga que se echó a los hombros. En las historias de aventuras siempre usaban cuerdas para una cosa o la otra. Dio vueltas por la cabaña de madera, silenciosa como un gato, con las botas en la mano, pensando qué más podría llevar con ella. Se rindió, no obstante, pues Riri no sabía qué se supone que una debía llevar en el zurrón cuando se iba a visitar lugares prohibidos. Salió fuera, no sin antes mirar una última vez al interior de su hogar. Quizás no volviese, si algunas de las historias eran ciertas. Sintió un revoloteo en el estómago, aún no era demasiado tarde para darse media vuelta. Pero en lugar de eso dio un paso al frente. Necesitaba saber. Necesitaba ver. Otro paso más. Y otro después de ese. No había vuelta atrás, solo camino que recorrer.
En las historias que la tribu contaba a veces alrededor de la gran hoguera decían que ese lugar había sido grande en otro tiempo, en otra era. Pero sus gentes fueron castigadas por los viles actos que habían cometido y ahora el lugar estaba maldito. Maldito por los árboles que entonaban tristes melodías mecidos por el viento. Maldito por los ríos que bajaban enfadados desde las montañas, pero que se nunca cruzaban aquel lugar. Maldito por la tierra que se negaba a dar frutos allí. Riri siempre se preguntaba qué habrían hecho esas gentes para ponerse en contra a los árboles, los ríos y la tierra, que con ellos siempre habían sido buenos y habían saciado su sed, llenado sus platos y cubierto sus cabezas con techos. También se preguntaba cómo serían, si se parecerían a ella y a Uri, y a su madre y a su padre, y a todos los de la tribu. Las historias tenían respuestas a esas preguntas, pero eran diferentes en cada una, así que Riri dedujo que eran más elucubraciones que verdades. Por eso debía visitar el lugar y buscar sus propias respuestas, unas que estuviesen más llenas de verdad que de imaginación.
El cielo estaba cubierto aquel día de una mortaja de color gris plomizo, por lo que no sabía muy bien qué hora era. Su intuición le decía que ya había pasado el mediodía. Ya hacía rato que había tenido que echar mano de unos arándanos para acallar el ruido de tripas en su vientre. Bajó una loma y se escondió tras un árbol grande y nudoso. Un poco más adelante colgaban máscaras de madera de las ramas de los árboles. Máscaras con formas grotescas y retorcidas, con la madera maltratada por los elementos. Las habían colgado allí hace mucho tiempo para advertir de que continuar era peligroso. Si había sido su tribu u otros que los precedieran Riri lo ignoraba. Aún podía dar media vuelta, no había cruzado esa línea difusa e intangible que separaba el suelo que pisaba de aquel otro tan peligroso y terrible del que advertían las máscaras. Sintió miedo, pero solo cuando tenía miedo podía ser valiente, como le había explicado su padre una vez. Avanzó. Un paso, dos, tres, hasta que pasó por debajo de las máscaras y echó a correr para alejarse de ellas en dirección a ese lugar maldito. Después de unos minutos andando le pareció que aquel lugar se le figuraba muy parecido al lugar del que venía. Quizás las historias no eran más que eso. Quizás se había equivocado. Quizás allí no había nada.
Su curiosidad volvió a avivarse al ver algo muy extraño. En la tierra que pisaba había parches de agrietada roca negruzca con difuminadas líneas blancas, blancas y rectas. ¿Qué podía ser aquello? Siguió el camino de roca negra con los ojos bien abiertos y una mano en su morral por si tenía que echar mano del cuchillo de Uri. A un lado de ese extraño camino encontró un extraño palo de metal que salía de la tierra, doblado y torcido, con un círculo desconchado colgado arriba. Lo tocó, estaba frío. Había extraños trazos medio borrados en ese círculo. Otra cosa llamó su atención un poco más allá. Algo junto a un árbol, que se había combado y crecido alrededor de aquello. Estaba cubierto de vegetación y hojas. Riri se asustó al ver su reflejo en la superfície cubierta de tierra y polvo de aquella cosa tan extraña. Era grande, parecía una especie de cabaña, aunque también se parecía a los carros que usaban para llevar cosas de aquí para allá en la tribu. Tenía cuatro ruedas. Quizás, en los tiempos antiguos, la gente que vivió allí llevaba sus cabañas de un lado a otro como si fuesen carros. No había escuchado eso en las historias y eso la alegró y la llenó de emoción. Había descubierto algo, algo que quizás solo ella conociese, algo que las historias no podían contarle. El corazón empezó a martillearle fuerte en el pecho cuando tocó algo en aquella cabaña-carro y una parte se abrió hacia fuera. Cayó hacia atrás, sobre la hojarasca. Al ver que no sucedía nada más se tranquilizó. Qué tonta había sido, era solo la puerta de la cabaña. Husmeó dentro. Olía raro. Dentro era bastante pequeño, no veía cómo podía vivir gente allí dentro. En un recoveco encontró algo inesperado. Un tesoro. Una persona, muy pequeña, hecha de algo duro, pero blando, vestida con ropas extrañas, con una mirada perdida. Era como una de esas muñecas de trapo y palos que hacían las niñas pequeñas en la tribu para jugar. Estuvo un buen rato contemplando su hallazgo antes de meterla en su zurrón. Siguió de nuevo aquel extraño camino de piedra oscura mientras pensaba. Aquella muñeca se parecía a ella y a otras tantas niñas de la tribu. Quizás sí que la gente de los tiempos antiguos, la que había vivido en este lugar, era como ellos.
Encontró las cabañas donde vivía la gente de los tiempos antiguos, no como las de su hogar, unas enormes, hechas de piedra y metal. Parecían rotas. Algunas no tenían techos, otras estaban completamente derribadas. Allá donde iba veía agujeros en el suelo, enormes, circulares, muchos llenos de agua estancada y maleza. También los había en algunas de las cabañas más grandes, que eran tan altas que Riri tenía que estirar mucho el cuello para ver donde terminaban. Reparó en que no había oído nada desde hace un buen rato. Ni animalillos, ni pájaros, nada. No había visto tampoco nada vivo, solo árboles secos, sin hojas. Puede que, al final, las historias sí tuviesen algo de cierto. Que aquel lugar estuviese maldito por los árboles que allí ya no cantaban, por los ríos, que por allí ya no pasaban y por la tierra, que allí se negaba a dar el aliento de la vida a todo lo que en ella crecía. Riri contempló aquel inmenso lugar maldito y pensó. Pensó en lo terrible que debió ser aquello que hicieron las gentes de otros tiempos para enfadar tanto a los árboles, los ríos y la tierra.